22 abril 2006

Erasmus

Hay descripciones de personajes que sirven para que nos hagamos una idea de cómo son, para verlos con el "ojo de la mente". Son altos o bajos, con el pelo largo o corto, rubio o moreno (tal vez pelirrojo, tal vez canoso), de ojos azules, marrones, verdes o mil tonalidades distintas. Andan así o asá, su expresión indica altivez o todo lo contrario y sus primeras palabras nos guían para saber dónde ubicarlos. Así son la mayoría.

Sin embargo, hay otras que sirven, directamente y sin más preámbulos, para llevar al personaje dentro del lector. No dicen nada de todo lo anterior, pero con un capítulo se convierten en viejos conocidos a los que nos alegramos de volver a ver.



"La casa del luthier Erasmus era sin duda la más vetusta y la menos confortable de todas las de Venecia, pero era la que poseía el alma más auténtica. Situada en una calleja a un nivel inferior del de la laguna, sería sin duda la primera en desaparecer el día en que Venecia fuera devorada por las aguas.
Erasmus se contentaba con poco para vivir. Casi hubiera podido decirse que se alimentaba de música. No tardó en no poder prescindir de Johannes.
Erasmus se preciaba de poseer tres cosas excepcionales: un violín negro, de sonido extraño, un tablero de ajedrez al que calificaba de mágico y un singular aguardiente. Contaba además el anciano con tres excepcionales dotes: era sin discusión el mejor luthier de Venecia, no perdía nunca al ajedrez y era el que destilaba el más singular aguardiente de Italia. A tal efecto, había instalado un alambique en una antesala de su taller. Por las mañanas, restauraba o construía violines, por las tardes destilaba, y por las noches jugaba al ajedrez, entregado a la embriaguez que le producían sus tres pasiones.
Nunca se le había sorprendido en estado de sobriedad. Erasmus estaba siempre embriagado, ya fuese de música, de bebida o de juego.
Cuando estaba borracho, hablaba y hablaba sin cesar. Cuando no hablaba de violines, hablaba de aguardiente. Cuando no hablaba de aguardiente, hablaba de ajedrez. Cuando no hablaba de ajedrez, hablaba de música. Y cuando no hablaba de música, no decía nada.
Allí, en el taller del anciano que se había convertido en su amigo, a lo largo de una interminable partida de ajedrez, Karelsky extrajo, noche tras noche, la inspiración necesaria para componer su obra."

(De El violín negro, de Maxence Fermine)

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